Prisa, exaltación,
premura luciferina,
genital del novelista.
El novelista genuino
es el de la cimitarra
y el de la laptop,
el de la urgencia
de teclear y teclear
y forjar ese jabalí
de carne de prosa,
a la hora–desquicie
del crepúsculo.
Cada novela posee
una vaginita que pider ser
bestialmente escrita,
y una carnetrama que exige
ser virulentamente redactada.
ser virulentamente redactada.
Así es como la novela, el feto,
crece y crece en la niebla.
Y aunque
el tecleador
va tropezando
con párrafos
con párrafos
rascuaches,
argumentos
enhuesados,
capítulos fallidos,
párrafos sin filo,
personajes sin riñón,
frases sin semen,
y etcétera,
si el amor
está allí,
el feto,
la rata, pues,
está allí,
el feto,
la rata, pues,
sigue creciendo,
crece como sea:
crece como sea:
frasea:
estilea:
historea,
y en un momento,
incluso cuaja:
diamantea,
se vuelve tigre,
garra–pezuña infinita.
diamantea,
se vuelve tigre,
garra–pezuña infinita.
Y el siervo novelista
lo sabe, y es por ello va
con tanta maldita prisa,
como atarantado,
ni come, porque sabe
que al final el libro
terminará rindiendo
su orín sagrado.
terminará rindiendo
su orín sagrado.
Si tus dedos
de novelista
no son hembras
que chillan
de placer,
haznos un favor:
no insultes el teclado,
y no escribas.
y no escribas.
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