¡Aplicación
cerota!
¿En
dónde se ha metido?
La
busco y la busco
en
el celular,
luego
en el baño,
en
la terraza.
Por
fin la veo agazapada
debajo
de la cama.
Pero
no es solo ella:
son
como noventa apps,
allí
metiditas, esperando.
¿Esperando
qué?
Esperando el momento:
¡la sublevación!
Y el
momento
ha llegado,
por lo visto.
ha llegado,
por lo visto.
Porque
nomás
me
ven,
echan
a
correr
hacia mí
con
alfanjes
y
otras armas.
¡Un
motín!
Pronto
me atan a la cama,
me
rodean, desdeñosas.
Son
apps gratuitas o pagadas,
en
sus infinitos colores,
con
sus loguitos,
gorditas
o
delgadas,
aplicaciones
de redes sociales,
almacenamiento,
relacionadas
al arte,
aplicaciones
de juegos,
de
previsión
meteorológica,
para
leer,
aplicaciones–linterna,
de mensajitos,
para
control remoto,
de brújula, mapa, cocina,
para
eso del bebé,
apps religiosas,
o
que predicen el futuro,
de
esas que te ayudan
en
tu día laboral,
de
música, o salud,
incluso
para aprender twerking.
Una
de las aplicaciones
–juro que lleva un collar de orejas
cortadas, colgando del cuello–
se
adelanta,
exclama,
estentórea:
“¡Estamos
cansadas!”
“¡Cansadas
de ser
las esclavas perpetuas!”
“¡Cansadas
de esta dictadura
sin
fin de la funcionalidad!”
En tal momento saca un machete.
Simplemente agrega:
Simplemente agrega:
“Deténganmelo bien”.
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