Oigo,
percibo:
la
campana
del
señorcito
que
vende helados.
Pienso,
cavilo:
mi
hija
merece
un
helado.
Así
pues salgo
a
buscarle uno.
La
calle es un conjunto de tedios.
El
heladero
se
ha emplazado,
con
su carreta,
muy
cerca
de
la pensión
en donde
el otro día
en donde
el otro día
asesinaron
a un travesti.
Al
travesti
lo
dejaron
triste,
sordo,
a
un lado de la cama,
como
un perro reventado.
Yo
en realidad no vi nada,
pero
bien me lo imagino:
es
fácil imaginar
el
corredor hipnótico,
como
de lica o novela,
dando
al cuarto
en
donde antes
hubo
una farra,
y
luego quedó
el
cuerpo del hombre,
que era mujer,
y de la mujer,
que era hombre.
y de la mujer,
que era hombre.
Fue
apercibo como a las diez.
Lo descubrió el Enano.
No gritó inmediatamente.
No gritó inmediatamente.
Antes lo escaneó con morbo.
Pasaron
unos veinte minutos
antes
que el Enano
diera la alarma.
diera la alarma.
Cuando por fin lo hizo,
entonces se arrejuntó
entonces se arrejuntó
todo
el bestiario,
la
policía,
el
MP.
Y
sí: el travesti estaba allí,
al
lado de la cama,
con
su gran mandíbula,
su
culo entallado, nigromante y perfecto,
y
la pija, casi nostálgica.
Por
mi parte,
es
posible, y casi seguro,
que
lo conociera,
que
lo haya saludado
en
alguna noche impaciente,
que
haya saludado sus pechos
de
bestia ardiente.
Sí,
la verdad es que lo recuerdo,
con
su cuerpo apretado,
su
condición de hembra demostrada,
tan
dueño de su risa.
Es
posible
–y casi seguro–
que lo vaya a extrañar.
–y casi seguro–
que lo vaya a extrañar.
Pero
ahora no.
Ahora voy a comprarle un
helado a mi hija.
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