La
bomba –su vibración cinemática–
envenena
de golpe el ambiente,
instaura
una sensación como de sueño,
tras
levantar una catedral de polvo.
Los
sistemas límbicos de los presentes
anhelan
responder, es cierto, activarse,
pero
una extraña atmósfera casi sobrenatural
ya
se ha posesionado de todo, ralentizándolo,
y
tardan, los que quedaron vivos, en volver a la realidad,
tardan
un tanto en reconocer la curvatura fóbica
de
la puerta corrediza del viejo almacén,
establecer
la situación de la casa desfigurada,
los
pisos fracasados, las columnas combadas,
la
verdad del humo y el miedo y la ceniza,
en
divisar ese cuerpo ferozmente vaciado
que
yace debajo del resto de un aire acondicionado.
Se demoran en percibir la figura tiznada del carro,
con
eso que tiene de gran araña muerta.
Millares
de partículas de windshield, sobre el piso ardiente.
La
puerta del automóvil se ha desprendido,
pero
no del todo, guardando algo así como un ademán,
como
si no quisiera ser asociada al resto del carro chamuscado.
El
mismo está cubierto por los grises y negros más horribles
que
el Más Alto pusiera jamás en la faz de la tierra.
Un
puño invisible ha apretado mitológicamente el motor.
Lo
único intacto es la llanta; el capó en cambio ha olvidado
por
completo su sentido, oficio y su propósito.
A
lo lejos, mirando los desiertos, los edificios de hormigón.
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