Umberto ha leído graves libros antiguos,
a
lo largo del día, sobre su preferida poltrona.
Ahora,
con el puro apagado en la boca,
sale
de su casa, el sombrero puesto,
sale
como cada tarde o cada noche
–con
un bastón empírico y ejemplar.
Enfila pues por la calle intelectiva,
en donde él saluda y es saludado,
hasta
llegar al café en donde algo pide
y recuerda el aforismo de otro escritor.
Terminado
el momento, emprende el camino
de
vuelta, pero, realmente no sabe cómo,
se
pierde: esto le ocasiona cierta vergüenza.
Deambula
entre lugares para él desconocidos,
edificios,
arquitecturas, monumentos ignotos,
fachadas
cambiadas, un inventario de misterios.
¿Es
esto Milán, desde luego se pregunta?
(No se escucha más el sonido de su bastón.)
Por
fin cree reconocer una calleja.
Pero
resulta que no es calleja alguna,
sino
el pasillo de una biblioteca inacabable,
con
inacabables y blanquísimos anaqueles,
y
cada libro es ya un rumor, y es ya un eco.
Tenía
razón el otro, piensa: esto es el paraíso.
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