El
gigante Mateo –y su gula.
Conste
que no tengo nada
en
contra del gigante Mateo.
Así
se tragara a mi misma madre,
le
seguiría guardando simpatía.
Me
gusta mucho el gigante Mateo:
su
barriga, su amplia barriga descarada,
su
epidermis mítica con verrugas y carnosidades,
su
manera de comer hurones y chuchos de la calle
y
a veces prostitutas. Me gusta su cabezota maligna.
El
gigante Mateo –criatura péptica– almuerza animales
y
también humanos, y cuando no encuentra ninguno,
consume
subsidiariamente árboles y ramajes oblicuos,
en
los confines del Reinado, que es donde reside.
Si
de veras no tiene
qué
engullir,
entonces
mastica
pedazos
tristes de espejo,
cornisas
de edificio,
restos
magros
de
algún satélite.
¿Puedo
decir algo?
Mateo, en
un momento espantoso,
se
comió a sus dos hijos y a su giganta mujer.
En
otro momento espantoso,
devoró
su propio brazo.
Por
tanto:
decir
que el gigante Mateo tiene hambre
es
realmente infravalorar su realidad.
Algún
día terminará merendándose a sí mismo,
y
entonces nos quedaremos sin el gigante Mateo.
Contaremos
historias
sobre
su legendaria figura
a
las futuras generaciones,
que
sufrirán el mal de la obesidad.
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