Para los dos mil catorce poetas
muertos
Entre
las patas de los caballos,
los
poetas mueren.
A
las 00:15 horas,
esa
hora impaciente,
son
cancelados,
los
amarillos:
los
errantes:
los
deshacidos:
los
de la mar tan honda o gris:
los
que se atrevieron a cantar
entre
las patas de los caballos.
Cantaron en
la alta torre cerebral,
entre
cosas psiquiátricas,
entre
Mondragones
y
faroles fusilados,
y luego,
bajo
animales galopantes,
los
poetas, esos, cesaron,
fueron liquidados
en un alfaque violento,
cómo
cáscaras licuándose en el fuego,
como pulmones en llamas
bajo
el peso
insoportable
de lo pútrido.
Los
caballos en carne y madera
aprovecharon para derribar a los poetas
de
un hachazo
cuando
estos salieron a recoger
los
frutos de la noche,
cuando
se distrajeron
buscando
ángeles
o
serpientes,
escribiendo a la muerte
sin embargo próxima,
o
cuando fueron a fumar
cigarros y poemas,
poemas y cigarros,
en medio del silencio.
en medio del silencio.
Puedan
darnos, por lo menos,
las
cenizas de estos asmáticos,
para así confundirlas
con el polvo que alborotan
los corceles pendientes del olvido.
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