Esto sangra y tú lo curas.
Eres el roedor translúcido
que alguien sintetizó a partir de la rosa.
¿A dónde vas sino a mi quilla y a mi felicidad
de saberte a mí viniendo y en mí llegada?
Abajo, afuera, la muerte grasienta,
las tripas arrastrándose
hacia alguna clase de mercurio.
Pero aquí, arriba, adentro, tú,
e iluminas los pequeños objetos,
las bellas caries necesarias
de este apartamento como barco
flotando sobre las ciudades secuestradas.
Es cierto que a veces me enfermo,
porque la vida, a lo mejor, es así de cómica
e informal, es cierto que a veces
lloro–tiemblo en retirada, ya loco
de una fiebre sin agarre, y entonces incluso
este nido de gloria en el que vivimos
parece traspuesto, alienado, irreconocible,
pero qué bien vas poniendo tu saliva
en mis heridas perdidas, implosionadas,
y el barco vuelve a brillar en la exacta
noche, como si eterno, como si jamás
perdido en alguna inmensidad crujiente.
Es por tu voz, por tu esfuerzo sin cárcel,
por tu ganada manera de ser cristal,
amiga Claudia, que yo sano y lavo platos
nuevamente, hasta que todos despiertan.
Esto sangra y tú lo curas, para siempre.
Cuando ninguno de los dos esté aquí,
llevaré flores a nuestra muerte colaborada,
y reiremos en la cocina porque eso nos gusta.
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