No tenía ni
diez años
y lo único
que deseaba
era tener un
día perfecto.
Estaba
obsesionado con eso
de
tener un día perfecto.
De más está
decir que nunca lo tuve.
Lo cual me
causó mucha angustia.
Esa obsesión
llegó a su fin, es cierto,
pero luego
vinieron otras obsesiones,
vinieron,
puntualmente, otros laberintos.
Laberintos
muy clásicos algunos
(lavarse un
millón de veces las manos,
apagar una y
otra vez la estufa apagada,
caminar sin
tocar las líneas de las aceras,
meterse en
pensamientos como babas sin salida,
generar un
miedo completamente irracional al cáncer)
pero también
se dieron laberintos más extraños
(como cortar
cosas en cositas más pequeñas,
y esas
cositas cortarlas de nuevo
y así
sucesivamente hasta terminar
con los dedos
ensangrentados)
y laberintos
que no son vistos como laberintos
pero que de
hecho son laberintos
(escribir).
Cada mañana
ordenaba las gotas de rocío,
pero siempre
terminaban evaporándose.
O acumulaba
frascos y frascos,
pero algunos
olían muy mal.
Contaba casi
todas las olas del mar,
pero perdía
la cuenta y me volvía loco.
Han de saber
que no soy el único:
otros como yo
han vivido
el horror de
la simetría,
de lo
repetitivo y lo serial,
han perdido
todas esas horas
cambiando
cosas de lugar,
buscando el
elusivo diseño
que los salve
del caos;
o han sido asaltados por
imágenes prohibidas:
por ejemplo,
se imaginan penetrando
a pequeñas
vírgenes degolladas
con menudas
cabezas de cerdo,
y luego
sienten una gran culpa.
Por mi parte
puedo decir que estoy mejor.
Pero por otro
lado también sé
que nunca
estaré bien del todo.
He llegado a
comprender
que el
círculo es una cosa
que nunca se acaba.
que nunca se acaba.
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