Los
cuerpos,
los
huevos,
las
raíces,
todo
seguirá
ardiendo
en
el tedio.
Las
gotas ácidas
seguirán
cayendo
sobre
las cabezas
de
las novicias
desquiciadas.
desquiciadas.
Siempre
habrán órganos
de
hombres y de perros
en
la Plaza Central.
Clanes
de
niños
gritando
–celebratorios,
iniciáticos–
con
los pequeños
muñones,
como
jabones
de
sangre,
levantados
al aire.
No irán a ningún lado
los
insectos albinos y gigantes
que
evisceran a los campesinos
en
las trincheras barrocas.
Todo
será de nuevo estrangulado
por
la voz fluorescente,
ubicua,
telepática,
que
calcina
cantinas
y
edificios,
y
se come
los
carros
en
las calles
hambrientas.
Los
fanáticos
rezan,
piden:
que
una correntada
de
agua inunde
la
ciudad maldita.
Pero
sabemos
que
nada de eso
es,
de hecho, posible.
Sabemos
que los pájaros
proseguirán
con
la tarea
de
devorar
las
vaginitas
de
las nonatas
abandonadas
que
ahora chillan
sobre
las bancas
roncas
de piedra.
Verán:
esta
es la guerra ideológica,
es
la guerra del ciempiés.
No
hay revolución posible.
El laberinto es frío –y es eterno.
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