En una calle
–o una contracalle–
de un pueblo
que podemos llamar Pana
me encuentro
con Juan Miguel
en su bicicleta
y en su cara
hay esa sonrisa
que adquirió
justo
antes
de este preciso instante
y tanto después
de su muerte
tan reciente.
Él me saluda,
procede
a describir
los espejos
–contraespejos–
en donde aún
no me veo.
Ahora estamos
en la parte de
atrás
–es la parte de
adelante–
de una casa
en un lugar
que podemos llamar
Quetzaltenango:
Quetzaltenango:
Juan Miguel
está enterrando
la placenta
de su Lucha
en la tierra,
y de allí surge
un árbol encanecido
de posibilidades,
bajo la luz
radiante
y carcomida
de la mañana
y de la tarde.
Yo camino
–contracamino–
hasta llegar
a una ciudad
que no lleva nombre exacto,
y en donde una estatua
mira a otra estatua
–cuyo nombre es Juanmi–
y que nos mira a todos llorarlo.
Es factible
considerar
que el tiempo
posee su propio índice
de coordenadas
y despedidas,
de potenciales
y pluscuamperfectos.
Un niño ha nacido.
Un padre se contrae
en un gesto violento,
cristalizándose
entre los tábanos
ardientes.
Al fin,
nos veremos
en un sitio y un momento
en donde
la sangre
del sacrificio
no ha sido
derramada,
pero ya todos
sin excepción
hemos sido
salvados.
salvados.
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