Nos caemos mal,
nos caemos remal,
vaya: nos odiamos.
Nuestros estómagos
se escupen en los tribunales
francos de la noche.
Nuestras castas se arrancan los ojos.
Podríamos optar
por la indiferencia,
podríamos componer
un hielo distante y político.
Pero hay cátedras
que es mejor no perderse,
odios que técnicamente hay que vivir,
en la intimidad del cuchillo.
Esos desprecios,
honestos desprecios,
son como una claridad
en la noche en llamas.
Esto es bueno:
así abominarnos,
hasta el final de los tiempos.

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