Hay un lugar para los buses muertos.
Hay en lo lejos
un lugar
entre árboles
blancos
para todos esos buses que perdieron
los frenos en los tramos dormidos,
chocando contra lo crujido de la noche.
Es un lugar, sí, lejano,
largo, lejano,
y allí están esos buses muertos,
como grandes esculturas de metal
o barcos en retiro,
y los muertos buses y sus muertos
conviven allí,
y tienen picnics bajo el sol
lúcido.
Quienes han estado en semejante sitio
saben que es, de hecho,
muy hermoso,
y que allí no existe la velocidad
ni existen los accidentes
(un útero
para lo desgarrado,
para el óxido
nihilista,
para la sangre sin culpa)
saben y han visto, sí,
las plantas,
las vegetaciones lentas
saliendo,
tiernas y gloriosas,
de las diez mil ventanas vacías.
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